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Celeste. Carlos Almira Picazo

CELESTE Cuento Carlos Almira Picazo Mi primer pensamiento al despertar poco a poco, al salir de un torpor que ya duraba en exceso, fue que hacía demasiado calor y había demasiada luz allí. Luego volví, como el nadador que se empecina en ganar la orilla, a buscar la Polaroid de la que tanto habíamos hablado. Más moderna que la tuya. Me cercioré como pude de que estaba dispuesta correctamente en su sitio. Sólo entonces renuncié a entreabrir los párpados y a descifrar los retazos de conversaciones que aún me llegaban, lejanas, como en una lengua extranjera. Cuando yo tenía once o doce años mi mejor amiga, Celeste, murió repentinamente de meningitis. Solíamos jugar en un rincón del patio, solas y rechazadas, entregadas a nuestras revelaciones. Nos habíamos jurado que la primera que muriese de las dos volvería par

Celeste.

CELESTE Cuento de                               Carlos Almira Picazo Mi primer pensamiento al despertar poco a poco, al salir de un sopor que ya duraba en exceso, fue que hacía demasiado calor y había demasiada luz allí. Luego volví, como el nadador que se empecina en ganar la orilla, a buscar la Polaroid de la que tanto habíamos hablado. Más moderna que la tuya. Me cercioré como pude de que estaba dispuesta correctamente en su sitio. Sólo entonces renuncié a entreabrir los párpados y a descifrar los retazos de conversaciones que aún me llegaban, lejanas, como en una lengua extranjera. Cuando yo tenía once o doce años mi mejor amiga, Celeste, murió repentinamente de meningitis. Solíamos jugar en un rincón del patio, solas y rechazadas, entregadas a nuestras revelaciones. Nos habíamos jurado que la primera que muriese de las dos volvería para contar sus experiencias, y durante años yo esperé a Celeste sin desmayo. Cuando me establecí como parasicóloga adopté su nombre convencida

Celeste. Carlos Almira Picazo

CELESTE Cuento Carlos Almira Picazo Mi primer pensamiento al despertar poco a poco, al salir de un torpor que ya duraba en exceso, fue que hacía demasiado calor y había demasiada luz allí. Luego volví, como el nadador que se empecina en ganar la orilla, a buscar la Polaroid de la que tanto habíamos hablado. Más moderna que la tuya. Me cercioré como pude de que estaba dispuesta correctamente en su sitio. Sólo entonces renuncié a entreabrir los párpados y a descifrar los retazos de conversaciones que aún me llegaban, lejanas, como en una lengua extranjera. Cuando yo tenía once o doce años mi mejor amiga, Celeste, murió repentinamente de meningitis. Solíamos jugar en un rincón del patio, solas y rechazadas, entregadas a nuestras revelaciones. Nos habíamos jurado que la primera que muriese de las dos volvería par